Es ya casi un lugar común
recurrir a los casos venezolano y griego para contraponer el proyecto político
que puede proponer Podemos. A sus dirigentes y simpatizantes estos referentes
les enervan y procuran ridiculizarlos, pero, qué quieren que les diga, juraría
que el análisis comparativo es uno de los principales métodos de las ciencias
sociales y es evidente que esos ejemplos no son gratuitos: los vínculos de
Podemos y sus dirigentes con los partidos que gobiernan en esos países han sido
estrechos y reivindicados por ellos mismos cuando les ha convenido, aunque
ahora los pretendan minimizar. Sin embargo, hay otro caso con elementos de
comparación que también merecen ser tomados en consideración aunque carezca de
vínculos con Podemos y sea un referente ya del pasado: la patria plurinacional
que nos vende Podemos es oportuno compararla con la arquitectura territorial de
Yugoslavia, o mejor dicho, de la República Federativa Socialista de Yugoslavia.
De la Yugoslavia de Tito, vamos.
Yugoslavia tuvo una historia
tristísima pero fascinante, ya que sintetiza como ningún otro país lo que
Hobsbawm llamó el siglo XX corto que va de la I Guerra Mundial a la caída de
los regímenes socialistas (1914-1991). Merece la pena comparar la historia de
este periodo de Yugoslavia con la de España porque, en el egocentrismo español,
tendemos a dramatizar con el infortunio de nuestra historia sin ser conscientes
de que otras historias aún han sido más duras.
El detonante de la I Guerra
Mundial, de hecho, fueron las tensiones entre el Imperio Austro-húngaro y el
incipiente nacionalismo yugoslavo que aspiraba a aglutinar a los eslavos del
sur, divididos entre el reino de Serbia, y los territorios controlados por el
Imperio austro-húngaro de Bosnia-Herzegovina, Croacia-Eslavonia y Dalmacia,
fundamentalmente. Aunque nos imaginemos el venerable imperio Austro-húngaro
como una monarquía absolutista, no había quedado tan atrapado en el tiempo y
tenía sus parlamentos autónomos. El reino de Croacia- Eslavonia, por ejemplo,
tenía su parlamento y su autonomía. El Imperio Austro-húngaro perdió la guerra
y los vencedores decidieron dividirlo con criterios étnicos.
Como había pasado en Italia con
la casa Saboya y en Alemania con el Reino de Prusia, Yugoslavia se unió en
torno al Reino de Serbia. Pero, no se constituyó como Reino de Yugoslavia sino
Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, para calmar las suspicacias que
habían sido alimentadas por Austria-Hungría ante la posible hegemonía Serbia.
La unión, como todo lo que sucedió tras el armisticio de la I Guerra Mundial,
fue caótica y precipitada por presiones internas – insurrecciones que hacía
temer a revoluciones similares a la rusa - y externas – como el expansionismo
italiano o indecisión de las potencias vencedoras-. No hubo, pues, un verdadero
proceso constituyente. Estas suspicacias no hicieron más que exacerbarse
durante la breve etapa de régimen parlamentario hasta que el rey estableció una
dictadura en 1929.
No hace falta decir que el
periodo de entre guerras fue en toda Europa convulso en el ámbito económico,
político y de las relaciones internacionales, lo cual no facilitó la
integración económica y territorial de Yugoslavia.
La II Guerra Mundial fue en
Yugoslavia, seguramente más que en ningún sitio, además de una guerra
internacional con sus potencias invasoras y esas cosas, una sangrienta guerra
civil. En torno al 10% de la población murió durante el conflicto y no
solamente en el campo de batalla. Las potencias del eje se repartieron
Yugoslavia y se apoyaron, en el Estado títere croata que crearon, en un partido
fascista, Ustasha, que emprendió una política genocida contra judíos, gitanos y
serbios. Mientras tanto, se organizó una resistencia guerrillera, por un lado
los chetniks, leales al régimen monárquico previo y por el otro los partisanos
comunistas. A pesar de compartir enemigo, chetniks y partisanos se combatieron
mutuamente hasta que, finalmente, se hicieron con el control de lo que había
sido Yugoslavia los partisanos comunistas liderados por Josip Broz, más
conocido como Tito.
Tito fue el líder carismático que
rigió los destinos de Yugoslavia mientras vivió y seguía siendo un referente
popular cuando las repúblicas yugoslavas se estaban independizando. Tito
estableció en un principio un sistema similar al soviético, con una estructura
territorial federal pero con una gestión económica centralizada en el Partido
Comunista (luego Liga de los Comunistas) y, en última instancia, en su
carismática figura. Para construir de una vez la convivencia en Yugoslavia, la
neonata República Federativa Popular (más tarde Socialista) de Yugoslavia apeló
a la hermandad y unión de los pueblos yugoslavos. Se estableció que Yugoslavia
era el conglomerado de seis pueblos constituyentes a los que se les otorgaba
sus respectivas repúblicas y se reconocía autonomía a las provincias serbias de
Kosovo y Vojvodina para conceder derechos a las minorías albanesa y magiar que
no tenían ese estatus privilegiado de pueblo constituyente porque no eran
eslavos. Los seis pueblos constituyentes, a saber, eran: los serbios, los
croatas, los eslovenos, los bosnios, los montenegrinos y los macedonios. Nótese
que los 6 pueblos constituyentes se fundamentaban en una base étnica que encima
es particularmente vaporosa. Todos eran eslavos y sus diferencias lingüísticas
tienen un carácter dialectal más marcado incluso que el que se puede dar en
Italia o Alemania. En realidad, el elemento distintivo más evidente entre los
yugoslavos es el religioso. Los serbios, los montenegrinos y los macedonios
serían ortodoxos; los croatas y los eslovenos católicos; y los
bosnios-herzegovinos los dejamos como musulmanes (aunque los musulmanes no
fueron mayoría en Bosnia hasta los años 60). En cualquier caso, un régimen ateo
como cualquier régimen socialista la religión es irrelevante. En definitiva,
Tito hizo yugoslavos, pero sobre todo hizo serbios, croatas, eslovenos,
bosnios, montenegrinos y macedonios, con la complicación de que encima había
importantes minorías serbias en Croacia y Bosnia; y croatas en Bosnia.
Las repúblicas no solo gozaban de
amplias competencias en cuestiones como la educación, la policía o el sistema
judicial, sino que participaban de forma paritaria en los órganos federales,
disponiendo de amplios mecanismos de veto. El liderazgo de Tito permitió dotar
al régimen cierto equilibrio, pero paulatinamente se fue creando importantes
estructuras de poder localistas al
amparo de la descentralización y la burocratización del socialismo yugoslavo
que iba alimentando un amplio sistema clientelar, con lo que se entró en una
espiral de reivindicaciones localistas. La Yugoslavia de Tito cambió la
constitución en 1953, 1963 y 1968 pero fue la modificación constitucional de
1974 (tras una oleada de reivindicaciones descentralizadoras protagonizadas por
movimientos estudiantiles al calor del mayo del 68) la que estableció la
preeminencia legal de las repúblicas sobre la federación y les confirió el
derecho a la secesión mientras contradictoriamente se otorgaba al ejército el
deber de garantizar la unidad de Yugoslavia. No hace falta decir que esta nueva
constitución, lejos de reducir las tensiones territoriales y étnicas, las
agudizó. En los 80 afloraron en la opinión pública yugoslava las viejas
rencillas de la II Guerra Mundial con acusaciones cruzadas de ustashas y
chetniks a croatas y serbios. Una vez muerta la figura carismática de Tito en
1980, el poder central resultó cada vez más débil e irrelevante. Cada república
fue aplicando sus propias reglas económicas sin apenas coordinarse, afectando a
la economía yugoslava que caía en picado en un contexto ya de por sí
complicado. En aquellos años, todas las repúblicas afirmaban salir perdiendo
con su pertenencia a Yugoslavia. Así, ante la crisis generalizada en los
sistemas socialistas de los años 1989-1991, desapareció el único nexo que unía
a las elites políticas yugoslavas, con lo que las repúblicas optaron por
ejercer ese derecho de secesión que confusamente les otorgaba la Constitución
de 1974, con las consecuencias que todos conocemos.
Podemos afirma que reconocer la
plurinacionalidad del Estado, los derechos de los pueblos y, en resumidas
cuentas su derecho de secesión es la mejor fórmula para garantizar la unidad y
la convivencia en España. Parece increíble que sea un partido formado por
politólogos. Estos elementos lo que permiten, en realidad, es hacer más tenues
los nexos de unión, fomentar las tensiones territoriales y facilitar que, ante
cualquier coyuntura, se opte fácilmente por la ruptura. Los casos comparados
demuestran que la unidad y la convivencia se garantizan mejor con un Estado
constituido por ciudadanos libres e iguales que ampare la pluralidad y la
diversidad de la sociedad que un Estado constituido por una serie de pueblos
singulares definidos étnicamente. Es legítimo que Podemos defienda postulados
nacionalistas, pero aquellos que no sean nacionalistas y no aspiren a la
independencia de los pueblos, no deberían votar a Podemos y sus confluencias.
Bibliografía:
- Bogdanovic, Igor: Els Balcans. Editorial UOC, Barcelona, 2005.
- Hobsbawm, Eric: La era de los extremos, el corto siglo XX (1914-1991). Editorial Crítica, Barcelona, 2011.
- Ruiz Jiménez, José Ángel: Y llegó la barbarie. Nacionalismo y juegos de poder en la destrucción de Yugoslavia. Editorial Ariel, Barcelona, 2016.
- Veiga, Francisco: La trampa balcánica: una crisis europea de fin de siglo. Editorial Grijalbo, Barcelona, 2002.